Luis Guerrero Ortiz / EDUCACCIÓN
Aprender sin reflexionar, es malgastar la energíaConfucio [Siglo V a.C.]
Le decíamos «cabezón» debido a su amplísima frente. Mis compañeros decían malvadamente que dormía con el cuerpo en la almohada y la cabeza en la cama. Era mi profesor de Educación Cívica y sus clases, como las de todos en esos tiempos, era netamente expositiva. Salvo por un detalle. Fue el único profesor que pronunciaba con frecuencia una frase que no se la escuché jamás a ningún otro: ¿Y ustedes qué opinan? No era una pregunta de cortesía. Nos dejaba hablar y nos escuchaba con sorprendente atención. Lo que es mejor, recogía lo que decíamos y elaboraba una reflexión rescatando nuestras ideas o discutiendo con ellas. Nunca fui exigido a pensar más que en sus clases y, salvo con él, con ningún otro profesor sentí que mis modestas ideas podían tener algún valor. Era 1971 y hacía apenas dos años que Neil Armstrong había llegado a la luna.
Entre el año 2009 y el 2010, en pleno proceso de elaboración del Marco de Buen Desempeño Docente, desde el Consejo Nacional de Educación recorrimos el país preguntando a numerosos docentes de diversas escuelas públicas, a quién recordaban como el mejor maestro que tuvieron de niños y por qué motivos. Las principales razones que eligieron para fundamentar su elección fueron como estas:
  • Nos hacía aprender con experimentos
  • Usaba títeres para enseñar
  • Nos hacía opinar y conversar en clase
  • Nos animaba y abrazaba cuando hacíamos mal la tarea
  • Nos enseñaba siempre de tan buen humor que nos contagiaba su ánimo
  • Estaba pendientes de uno
  • Jugaba con nosotros
  • Nos tenía paciencia
  • Era accesible e inspiraba confianza
  • Nos enseñó a cantar
  • Se interesaba por los problemas de todos
  • Me cargó hasta mi casa el día que me rompí un pie
Nótese cómo las respuestas pusieron en primer plano a docentes que sabían lo que debían hacer para que sus alumnos aprendieran con agrado y de manera activa. Si los recordaban con aprecio, es porque supieron mostrarles sensibilidad y respeto, y porque supieron involucrar a todos en la clase. Por el contrario, el profesor que recordaban con desagrado era no sólo el que les pegaba, sino también el aburrido, el que no paraba de hablar, el intolerante, el que se burlaba de sus errores, el que no respondía preguntas ni revisaba cuadernos o el que les hablaba con palabras difíciles todo el tiempo dejándolos llenos de dudas.
Pero esto no fue todo.
En otra ronda de diálogos y consultas, preguntamos a otro grupo numeroso de maestros qué cualidades profesionales esperarían del profesor de sus propios hijos, si acaso tuvieran el poder de elegirlos. Las respuestas mayoritarias fueron bastante coherentes con las obtenidas en la consulta anterior, pese a tratarse de grupos distintos.
Los maestros consultados insistieron en su preferencia, de un lado, por docentes activos, creativos, participativos y motivadores; y de otro lado, por docentes que supieran tratar bien al alumno, con respeto y tolerancia. Es conmovedor. Colocados en la posición de escoger, lo que preferirían ahorrarles a sus propios hijos era, sobre todo, un docente pasivo o aburrido y huraño o impaciente. Evitarles el tedio, el miedo o la humillación volvía a emerger como una prioridad, una condición básica para la posibilidad de aprender.
Es importante tener presente que los docentes consultados, cuyas opiniones fueron un insumo esencial en las investigaciones que dieron sustento al Marco de Buen Desempeño, tenían varios años de trayectoria en la escuela pública y habían estudiado ellos mismos en escuelas públicas durante su niñez, por lo que sus mejores recuerdos aludían también a docentes del Estado, no a particulares. Es decir, a docentes en general de origen modesto y que vivieron con el precario salario de los duros años 80 y 90 del siglo XX.

La pobreza no incapacita a la gente para hacer bien lo que hace

Por si fuera necesario, puedo corroborar esta percepción con datos de otras fuentes. No voy a hablar de mi antiguo profesor de Educación Cívica, a quien dedico estas líneas con afecto. Quiero dar testimonio de lo que mis propios ojos pudieron observar en los numerosos años en los que tuve la oportunidad de recorrer escuelas a lo largo del país. Quiero recordar particularmente dos casos, ambos de escuelas rurales.
CARMEN. En las afueras de Huaraz, visité una vez una pequeña escuela unidocente situada en la cima de una colina. La profesora Carmen, una mujer de mediana edad, estaba a cargo de unos doce niños organizados en cuatro grupos de acuerdo a su edad y grado. Carmen les propuso hacer una maqueta de la escuela utilizando material concreto, para lo cual hicieron un recorrido alrededor de sus modestas instalaciones, haciendo dibujos de todos los detalles. Cuando entraron en tarea grupal, Carmen recorrió los grupos y se detuvo en cada uno para hacer preguntas sobre el trabajo. La profesora invitaba a responder a todos, no dejaba que nadie acapare la palabra y los escuchaba siempre con atención. Cuando notaba una falla en el diseño, se abstenía de corregirlos y más bien repreguntaba para hacerlos pensar. El diálogo con los niños fluía sin dificultad y su concentración en la tarea era notoria.
HILDA. En Cajamarca, en la provincia de San Marcos, conocí a Hilda, maestra de otra escuelita rural en cuya aula tenía niños de primer y segundo grado. Cuando llegué a visitarla, vi que había arrimado las carpetas contra la pared para dejar libre el espacio. Los niños estaban sentados en el piso formando grupos y poniendo bajo la lupa hojas de diversas plantas que habían recolectado momentos antes. El trabajo consistía en observar, analizar y describir para dar cuenta de semejanzas y diferencias. Repentinamente, un niño se paró y se fue corriendo en dirección de la maestra. Estaba llorando. Mientras intentaba dar explicaciones entre sollozos, señalaba al grupo con su dedo. Entonces Hilda lo abrazó, se levantó de su silla y tomándolo de la mano empezó a visitar los grupos para conversar con los alumnos sobre sus hallazgos. Cuando terminó su recorrido, el niñito ya no lloraba, lucía bastante más sereno. Entonces la profesora regresó a su escritorio, le dijo algo al niño que no alcancé a escuchar, el asintió con la cabeza y se reintegró a su grupo de origen para retomar el trabajo bastante más animado.
Carmen e Hilda no mostraron ninguna dificultad para hacer una clase que despertara el interés de sus pequeños alumnos y, por lo mismo, los mantuvieron atentos a las actividades propuestas durante más de una hora, participando muy activamente sin necesidad de pedírselo o recordárselo a cada instante. Ninguna de ellas se distrajo hablando por celular o saliendo del aula a atender otros asuntos o a conversar con otros colegas mientas los niños trabajaban. Estuvieron interactuando permanentemente con los grupos, sacándole el máximo provecho al tiempo. Carmen e Hilda, además, propusieron tareas que los hacían pensar y cada vez que intervenían lo hacían para estimular su razonamiento con preguntas y repreguntas. Asimismo, ambas maestras más allá del estrés que puede generar las estrecheces de un salario bajo, demostraron sensibilidad y empatía con sus niños, poniendo especial cuidado en hacerlos sentir bien durante toda la clase.
En esos años no había rúbricas ni evaluaciones del desempeño, pero si las hubiera filmado, sospecho que hoy no tendrían necesidad de ser evaluadas y se sorprenderían de encontrarse ubicadas de pronto en el nivel 4. Carmen e Hilda son el tipo de maestras que los docentes que entrevistamos el año 2010 soñaban para sus hijos; y presentan los mismos rasgos de los mejores profesores que recordaban de su infancia. Si yo les dijera ahora que las habilidades que observé en la manera de enseñar de ambas obedecen a criterios «extranjerizantes», «descontextualizados», «subjetivos» y «arbitrarios», inalcanzables para cualquier docente del mundo real, ambas me mirarían sorprendidas y me sonreirían compasivamente.
Profesoras sencillas, de origen humilde, sin más oportunidades de las que dispone un docente promedio hoy en el país y quizás menos, ni Carmen ni Hilda fueron capacitadas antes de mi visita ni informadas de los aspectos que yo esperaba encontrar en su práctica. Hicieron lo que hicieron de manera espontánea, solo porque son maestras y porque ninguna imaginaba posible una manera distinta de educar.
¿Podría pedirles más? Sin duda alguna. Ambas tenían salones donde había niños de grados diferentes y hubiera sido necesario diversificar sus estrategias. Por esa misma razón, habría sido útil que llevaran el apunte de los avances y dificultades de sus niños sobre las capacidades que necesitaban lograr. Podrían incluso haber empleado mejor el material educativo con que el Ministerio dotó a sus escuelas y haber previsto instrumentos de evaluación apropiados a cada objetivo. Pero eso se lo podríamos pedir más adelante, siendo habilidades que se evalúan con rúbricas más exigentes que las actuales. Lo que demostraron aquella vez que las visité sin anunciarme, es que reunían de sobra los requisitos básicos que no podría dejar de cumplir cualquiera que hay elegido voluntariamente ser un profesional de la docencia.

El perfil profesional que está en juego

No imagino un médico cirujano que se desmaye cuando ve sangre o que tenga fobia a las agujas, como tampoco a un psicólogo que se deprima y se paralice al escuchar el drama de un paciente, ni a un entrenador de fútbol con trastorno de ansiedad social, incapaz de dirigir grupos. Del mismo modo, tampoco imagino a un docente que no pueda cumplir una condición básica para lograr que sus alumnos aprendan: ganar su confianza, lograr involucrarlos con la clase y propiciar situaciones que los hagan pensar. Hay un ABC en todo oficio, debajo de lo cual la identidad profesional de una persona se desdibuja por completo.
En el fondo, me parece, el rechazo que un sector del magisterio ha empezado a elaborar alrededor de estas mínimas exigencias no tiene que ver con las rúbricas ni con los evaluadores, aunque eso sea lo que se esgrima. ¿Se podrían mejorar los instrumentos y los mecanismos de evaluación del desempeño para hacerlos cada vez más confiables? Por supuesto que sí. Se puede y se debe. No obstante, cuando leemos los argumentos que empiezan a formularse y el nivel de violencia con que se plantean, agrediendo a cualquiera que se atreva a sostener lo contrario, es evidente que el rechazo está dirigido al nuevo tipo de docencia que se deduce de la rúbrica. El temor al despido viene de allí.
«La cosa es simple. Un profesor dicta su clase, el que presta atención, entiende y pasa; el que no, lo jalo ¿Qué otra cosa podrían pedirme?» Esta frase, en la que un docente se apoya para calificar de ridícula o absurda cualquier exigencia mayor a su desempeño, lo resume todo.
Antes se pensaba que bastaba la palabra del profesor para que el alumno aprenda. Con el avance de la ciencia y la pedagogía a lo largo del siglo XX, ahora nos queda claro que sin interacción ni reflexión no hay aprendizaje. Hoy por hoy, si se siguiera pensando que enseñar consiste solo en hablar, el profesor podría ser reemplazado por una máquina y con mucha mayor ventaja. Por el contrario, si queremos que en las escuelas se aprenda lo que se necesita saber hoy para hacer frente a los retos que tenemos en el campo el desarrollo, la ciudadanía y la justicia social, no podemos seguir basando la educación en la palabra del maestro y en la memoria del alumno.
Pero esta nueva certeza, en la que se han basado las grandes reformas de la educación de fines del siglo XX en todo el mundo, es resistida por un gran contingente de docentes de toda condición social. La he encontrado en escuelas públicas y privadas, en docentes de sector socioeconómico A, B, C y D, tampoco existe solo en países del tercer mundo, por lo que de ningún modo es cierto que la resistencia al cambio o la preferencia por prácticas consideradas tradicionales, se explica por la pobreza.
Pasar de una docencia que se ahorra la exigencia de interactuar con sus alumnos y se limita a discursear por horas, a una docencia que se esfuerza por interesar a sus alumnos en la clase y por hacerlos reflexionar sobre lo que hacen, supone modificar modelos mentales que tienen un fuerte anclaje cultural y que hunden raíces en el siglo XVI. Es por esta razón que el Estado tiene la obligación no solo de normar la necesidad del cambio sino de acompañar a los docentes en esta transición. Es por eso que evaluar no basta y que se necesitan programas formativos más eficaces, enfocados en las habilidades pedagógicas que hoy se consideran cruciales y no en la aplicación ciega de clases prefabricadas.
Podríamos discutir incluso si los docentes que desaprueban por tercera vez, debieran tener la opción de regresar al aula de una escuela pública si lo desean, pidiendo una evaluación extraordinaria y, por supuesto, aprobándola. Lo que no es aceptable es que un docente después de tres evaluaciones y tres capacitaciones, al cabo de cinco largos años, no pueda exhibir ni lo más elemental que caracteriza a la profesión y se mantenga en su puesto. Las consecuencias la sufrirían los niños, y el que las sufran en silencio no volvería el hecho menos grave. En ninguna profesión, en ningún oficio, se mantiene a una persona a cargo de un trabajo que ha dado reiteradas muestras de no saber realizar, menos aún después de tantas oportunidades para hacerlo mejor.

Los buenos docentes existen y no son ricos ni vienen de Marte

No obstante, ayudaría mucho a disipar temores el hacer circular a gran escala y de manera constante cierta información que, en general, ha tendido a quedarse encapsulada en el ámbito académico. Porque son alentadores los progresos que hemos logrado en el Perú y en América Latina en el ámbito de una enseñanza de calidad, existiendo desde hace varios años maestros de escuelas públicas que están mucho más lejos de lo que piden las actuales rúbricas del Ministerio de Educación. Maestros como Carmen e Hilda y maestros más adelantados que ambas, sin que la pobreza se los haya impedido, sin que ninguna de sus nuevas habilidades haya sido producto de una superdotación genética o una especialización en Finlandia. Esto se encuentra muy documentado, pero necesitan saberlo no solo los maestros sino la sociedad entera.
He vuelto a escuchar en estos días argumentos que vengo inventariando a lo largo de 30 años como justificaciones típicas del docente que no acepta ninguna responsabilidad por las consecuencias de su labor pedagógica, y que funcionan más bien como efectivas profecías autocumplidaslos alumnos llegan al aula sin desayuno y cansados de caminar por horas, vienen de familias problemáticas o disfuncionales, son malcriados e indolentes, están sobreprotegidos, tienen déficit de atención, son hiperactivos, son hijos de madres solteras o de padres analfabetos, tienen problemas de aprendizaje, son producto de partos difíciles, etc. etc. Si esta fuera la condición de todos los que estudian en las escuelas públicas y eso fuera realmente una barrera infranqueable para aprender, lo mejor sería sincerar las cosas y clausurarlas. No tendría sentido que el Estado siga gastando millones en instituciones donde el aprendizaje está virtualmente imposibilitado por el mal funcionamiento social. Habría que arreglar la sociedad primero y cuando esto ocurra, es decir, cuando seamos Suiza, reabrirlas para que los docentes podamos hacer nuestra labor sin ninguna clase de tropiezos ni inconvenientes.
La realidad es otra. Las investigaciones que demuestran lo contrario, es decir, que aún en situaciones muy adversas los niños pueden aprender bastante bien si la escuela en su conjunto eleva sus estándares de desempeño, se cuentan por centenares desde la década del 60 del siglo XX. Es decir, hace más de cincuenta años. Informémonos para discutir mejor.

Un modelo de docencia más antiguo que Cristo

Lao-Tse, destacado filósofo de la antigua China, exhortaba a los líderes de sus provincias a ejercer su rol como una misión pedagógica diciéndoles: «Vayan donde esté la gente. Aprendan de ella. Muéstrenle su amor. Partan de lo que ya saben. Construyan sobre lo que ya han hecho. Y cuándo hayan terminado vuestra tarea, sabrán que han sido exitosos cuando ellos digan: lo hicimos nosotros mismos».
Para quienes discuten los criterios en los que se basan las evaluaciones del desempeño docente como absurdos y extravagantes o, en el mejor de los casos, como invenciones posmodernas propias del mundo desarrollado, tengan en cuenta que en el siglo IV a.C. en una sociedad pobre y absolutamente desprovista de las oportunidades de información de las que hoy disponemos en el siglo XXI, ya se postulaba esta otra manera de concebir la enseñanza. Y no escandalizaba a nadie.
No sé si Carmen e Hilda hayan leído a Lao-Tse ni si hayan escuchado hablar del taoísmo, pero así como ellas, se cuentan por miles los docentes que ya trabajan silenciosamente en esa misma perspectiva, aquí en el Perú y en varios países latinoamericanos, y que se han puesto en esa ruta con sencillez, premunidos sobre todo de sentido común y de buena voluntad.
Nada de esto implica que la remuneración docente no deba mejorar sustantivamente. Si queremos docentes a la altura de las exigencias actuales necesitamos retribuirles a la altura del nivel profesional que se espera de ellos. Es una deuda histórica con la educación, con nuestros niños y con sus maestros. No podríamos pedir más sin hacer el esfuerzo de pagar lo justo. No podríamos pagar más sin observar el esfuerzo por mejorar las actuales prácticas. La sociedad entera deberá vigilar que ambos compromisos realmente se cumplan.
La presión que han ejercido los maestros ha sido necesaria para sacudir consciencias, eso es indiscutible. Pero recordemos que los niños no pueden esperar a que la solución definitiva llegue, como algunas voces empiezan a insinuar. Los médicos de la guerra no dejan morir al soldado herido en el campo de batalla si no les traen una ambulancia y una bata blanca. La práctica de docentes como Hilda y Carmen nos demuestra que la primera condición para empezar a mejorar es querer hacerlo. Desde esta certeza, el país necesita que desde ahora, la educación pública ponga su máximo empeño en empinarse sobre sí misma.
Lima, 28 de agosto de 2017